
Los clásicos, entendiendo por clásicos aquellos que se han convertido -por la razón que sea- en textos canónicos, lo son por razones no siempre evidentes. Muchas veces esa obscuridad tiene que ver con una lectura inmediata y, la más de la veces, torpe. Si cuando hablamos de la guerra de Troya solo somos capaces de entrever un acontecimiento histórico, del que en puro discurso histórico cabe expresar dudas más que razonables, estaremos perdiendo la ocasión de acercarnos a una sociedad en pleno desarrollo de su pensamiento filosófico, moral y emocional.
Esto es lo que consigue Broggi con su “Èdip” llevarnos a profundas reflexiones sobre la dimensión humana de la vida.
La puesta en escena es esencial. Esencial pero efectiva. No distrae en ningún momento. Siempre al servicio de un texto fuerte. Igual que la dramaturgia. Los movimientos son comedidos, austeros, incluso en los momentos álgidos del drama. Todo puesto al servicio de la profunda tragedia que envuelven a los personajes. Unos personajes que nos plantean la complejidad de la relación entre lo divino y lo humano. Un deseo divino que para las personas resulta casi inalcanzable. Unos dioses que nos aparecen en muchos momentos como antojadizos, moviendo las vidas de los humanos al ritmo de un azar caprichoso. Y el eterno debate entre la predestinación y la voluntad de los hombres y las mujeres. La conclusión a la que nos acerca Broggi es la de unos personajes navegando a partir de sus virtudes y sus defectos contra la tempestad que les envían los dioses del Olimpo. La vida como un camino empedrado de dificultades que nos prueban en nuestras convicciones y en nuestros valores. Una lucha en la que la victoria completa es impòsible, en la que la redención sólo es momentánea.
Nos plantea la necesidad de la humildad como herramienta básica para conseguir la expiación de nuestros pecados. Una humildad a la que Édip sólo llega a través del sufrimiento a partir de la plena consciencia de todo el daño causado, fuese fruto de la ignorancia o de su actitud.
“Èdip” puede parecer un monólogo por la presencia, fuerza y texto de Èdip, un espléndido Julio Manrique. Pero no hemos de engañarnos. El coro del teatro clásico griego, está aquí sustituido pero un enorme elenco de personajes, en primer lugar Yocasta, la madre/esposa, con una Mercè Pons que le da toda la profundidad que el trágico personaje necesita, y un Tiresias encarnado por Miquel Gelabert que rompe la obra en dos poniendo la verdad encima de la mesa. En conjunto, un grupo actoral eficiente en el que como siempre que está presente destaca un profundo y conmovedor Julio Manrique, uno de los actores más en forma en los últimos años, tanto en el plano de la actuación como en la dirección.

Este “Èdip” pone de relieve la necesidad de dotar a nuestra sociedad de una esfera moral imprescindible para tener una sociedad vivible, no solo para los dioses, si no para los propios humanos. En tiempos de relatividad moral, de la mentira y del robo no me parece poca cosa.
Por último poner en valor dos aspectos que me parecen pertinentes. Este texto “antiguo” , de otra época, que no está de moda, continúa teniendo un atractivo enorme para los espectadores, como demuestra el teatro lleno del día de la función. Seguramente ayudado por el otro elemento que querría destacar. Las temporadas de las obras en el teatro de estreno cada vez son más cortas pero en cambio la estupenda red de teatros comarcales, como el Teatre-Auditori de Granollers en el que pudimos gozar de la representación, están dando una vida a estas obras a través de los bolos en distintas poblaciones que acerca el mejor teatro, y el más mediocre, claro, a un público que no siempre está en condiciones de poder asistir a los teatros de Barcelona.